Corría a través de un campo que no me siento capaz de describir. El sol depositaba su optimismo sobre esos pastos inacabables, proyectados hacia siempre e interrumpidos de vez en cuando por un árbol, un río, su laguna, o el canto de un pájaro inquieto en ese celeste que lo redondeaba todo. Para ella todo estaba allí, tenía muy pocos años y tanto que mirar. Esos dos que siempre brillaban en su pequeño rostro parecían vivirlo todo; se movían de un lado para otro y no se cansaban de descubrir. La caída de una hoja a causa de la brisa era un fenómeno para su inocencia. Daba un paso, me miraba, y sonreía. Se caía, pero se levantaba radiante y embarrada para perseguir lo que fuera. Se alejaba un poco pero, tratando de que no me diera cuenta, se volteaba para ver si la seguía. De pronto se cansaba, y sentada se quedaba escuchando.
El atractivo eufórico de la selva, con sus mil especies animales de todas formas y colores, no era necesario. Lo bello no es exótico, es simple. Un corazón ansioso en una mañana calurosa, el contraste fresco del agua que corre y el reflejo de la única nube sobre la laguna detenida. La sensación de que todo esté muy lejos, de que nada se pueda abarcar más que sintiéndolo. La tranquilidad de saber que podía escapar y la certeza de que mi mano estaría siempre a su alcance.
Nunca pude olvidar la imagen que intenté contarles. Recuerdo que tiempo antes me había confesado su temor a las arañas.
Para serles sincero, sólo he confiado en ella, porque me dejó verla jugar.
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